Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, «El coronel» Rigoberto Quintana había de encontrarse, indefenso, frente a los improperios y desparpajos de aquellos que nunca se han subido en una bicicleta para pedalear 200 kilómetros diarios, durante 20 días.
Ese día, el fin de la jornada cogió cansados a los inclementes verdugos, y la oscuridad de la noche los obligó a darle una noche más de vida.
Al amanecer, y frente a todas las armas que se alistaban para disparar, «El coronel» levantó la cabeza y se escapó.
Detractores y pesimistas trataron de cazarlo, pero «El coronel», como le dicen en su equipo, no se dejó alcanzar. Lo vieron por última vez pasando por lo alto de una montaña, y escalando en la general.
Toda la gente en Macondo, incluyendo sus verdugos, celebraron la valentía del coronel Rigoberto Quintana, quien, al escaparse, salvó su pellejo. Nunca más lo volvieron a ver en Macondo.
Un día, el joven Egan se levantó sobre las cinco y media de la mañana para esperar el bus que traía de paso al director técnico. Había dormido poco y mal, consecuencia de la carrera del día anterior. Despertó con dolor de cabeza, pero, tras un rato, se puso una pantaloneta y, excepcionalmente, una camisa amarilla, un poco arrugada porque no tenía almidón. Poco importaba, estaba de líder. Normalmente se pone el vestido rojo del equipo, y las botas de montar que se llevan en el Tour de France, una competencia en la que hubiera querido participar su padre. Egan tenía una gran coleccion de armas.
Ese domingo, el joven Egan encontró al coronel Quintana en la vía; los dos se sorprendieron de verse pero ninguno dijo nada. Egan estaba armado, y El coronel, que ya había agotado todos sus cartuchos, decidió olvidar su arma en el camino.
El joven Egan llegó al pueblo de Lifel vestido con su camisa amarilla, frente la mirada de todos. Se veían caras de rabia, otras de euforia y otras de admiracion. La música sonaba, y se escuchaba una algarabía a su paso. Se veían mariposas amarillas saliendo de los Campos a lado y lado de la vía. El camino de piedra dificultaba avanzar, pero las piernas vencían el terreno.
Atrás, muy atrás, venía El coronel… un poco cansado de tanto luchar, pero sin dejar de pedalear. Por su cabeza pasaban las imágenes de las personas que algún día amó, antes de ser condenado a muerte. Sintió incluso una voz que le decía que rompiera sus músculos para ganar, pero él sabía que ya había ganado. Llegar a Lifel era ya una victoria para él. Se había salvado de morir años atrás.
Por fin llegaron a la plaza de Lifel, un pueblo extranjero donde se hablaba una lengua incomprensible. Allí los esperaban millones de personas venidas de todas partes del mundo. Todos querían ver al campeón.
Este era el encuentro de todos los que se habían escapado, después de haber sido condenados a muerte en el mundo entero… ¡eran los mejores! Los únicos que habían sobrevivido mientras los demás fueron fusilados. De Macondo venían algunos otros, pero había representantes de todo el mundo.
Egan, por su corta edad, no entendía qué era ser el campeón, hasta que El coronel Quintana, después de haber tocado la meta, le explicó, dándole un abrazo, que ser campeón es llegar primero… ¡Ahí se escucho el himno nacional de Macondo!
El Man de los Chorizos.
Ph. Le Tour de France
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